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Javier Aranda Luna: “Una muchacha en llamas al borde de la noche”

Javier Aranda Luna: “Una muchacha en llamas al borde de la noche”

“Una muchacha en llamas al borde de la noche”

Javier Aranda Luna

A

sí se describió Alejandra Pizarnik el 18 de agosto de 1962 en su Diario, esa pedacería iridiscente en medio de las sombras. Como ella “no siente” mediante el lenguaje conceptual o poético, sino “con imágenes visuales acompañadas de unas pocas palabras sueltas”, el Diario se convierte en una asombrosa prolongación de su obra poética.

Para ella, “escribir es traducir”, y la escritura, una obsesión, un salvavidas y una condena. Leemos en su Diario, editado por Ana Becciú, sin duda una de sus mejores lectoras: “Escribir poesía es el momento más grave de la existencia. Es el lugar del encuentro entre el sueño y la vigilia, entre la vida y la muerte, entre el todo y la nada”.

Y es en este volumen de mil 102 páginas, editado por Lumen, que encontramos un largo y moroso poema de amor loco donde se suple el coito con el abrazo trémulo como la convalecencia: “yo sólo quería estarme sobre su cuerpo y beber su rostro fabuloso. Me recordaba tantos otros rostros que casi se lo digo, si no fue porque tuve miedo de que se ofendiera… Pero al final le dije: ‘siempre estuve enamorada de gente que no existe y aquí estás vos, hoy’. ‘Amas en mí a alguien que no existe’, dijo. Era cierto, pero al mismo tiempo amaba su rostro como jamás he amado otro… Erotismo difuso, que hasta sentía en las yemas de los dedos. No precisaba del orgasmo −yo, que siempre lo preciso−, sino de la prolongación del infinitum de ese abrazo…”

En estos días en los que los principales trastornos en las sociedades son neuronales, como la depresión y la ansiedad, el Diario de “la mejor exponente de la poesía de la introversión y el delirio metafórico”, a decir de Italo Calvino, es una estupenda hoja de ruta para aproximarnos a ese subsuelo donde rezuman las emociones.

Ernesto Sábato la consideró “uno de los ángeles caídos de nuestra literatura”, una escritora “que habitó los infiernos de la creación y pagó con su vida el precio de una lucidez intolerable”.

Pizarnik vivió en París entre 1960 y 1964, donde trabó amistad con Julio Cortázar. De su primer encuentro con el Gran Cronopio dio cuenta ella misma en una carta a su sicoanalista: “Conocí a Cortázar. Me dijo: ‘Usted es un duendecillo’. Yo, para no ser menos, le dije: ‘Y usted es un gigante gentil’. Luego me puse a saltar por toda la habitación y a recitar poemas en voz altísima. No sé qué debió pensar de mí”.

Cortázar también dejó constancia de sus encuentros con la autora de El infierno musical: “Alejandra era un ser de lucidez aterradora. Conversar con ella era como adentrarse en un bosque encantado y peligroso. Sabías que ibas a ver cosas que nadie más veía, pero quizá no ibas a salir ileso”.

Su poesía es un nocturno mar undoso, un palpitar oscuro con brillos de luz intensa, un corazón negro, la sombra de una sombra: “golpean las sombras / las sombras negras de los muertos”. En otro poema podemos leer: “¿Tendré tiempo de hacerme una máscara cuando emerja de la sombra?” Y en su “Linterna sorda” de manera explícita afirma: “Toda la noche hago la noche. Toda la noche escribo. Palabra por palabra yo escribo la noche”.

Con su escritura “fosforescente”, como nos dice Octavio Paz, podemos leer esta tenebrosa confesión: “Conozco la gama de los miedos y ese comenzar a cantar despacito en el desfiladero”. Ella escribe poemas, dice en otra parte “porque necesitas / un lugar / en donde sea lo que no es”.

Pero conoce los límites del lenguaje, pues “las palabras / no hacen el amor / hacen la ausencia / si digo agua, ¿beberé? / si digo pan, ¿comeré?, / en esta noche en este mundo / extraordinario silencio el de esta noche / lo que pasa con el alma es que no se ve / lo que pasa con la mente es que no se ve / lo que pasa con el espíritu es que no se ve / ¿de dónde viene esta conspiración de invisibilidades? / ninguna palabra es visible”.

En una carta que escribió a Cortázar el 9 de septiembre de 1971 vuelve a tocar el tema de la limitación del lenguaje: “Julio, fui tan abajo. Pero no hay fondo. Julio, creo que no tolero más a las perras palabras. La locura, la muerte. Nadja no escribe. Don Quijote tampoco”.

En respuesta a esa carta que presagia su suicidio, Cortázar le habla fuerte: “Los verdugos hoy matan otra cosa que poetas, ya no queda ni siquiera ese privilegio imperial, queridísima. Yo te reclamo no humildad, no obsecuencia, sino enlace con esto que nos envuelve a todos, llámale la luz o César Vallejo, o el cine japonés: un pulso sobre la tierra, alegre o triste, pero no un silencio de renuncia voluntaria. Sólo te acepto viva, sólo te quiero, Alejandra”. Alejandra no hizo caso a su amigo: se suicidó el 25 de septiembre de 1972, un año después.

Cortázar no pudo dejar de escribirle a su corresponsal que ya no lo leería más: “Bicho aquí, / aquí contra esto, / pegada a las palabras / te reclamo… No te vayas, ausente, no te vayas”.

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